"Era en 1972. Había quedado con una joven en un
suburbio de Praga, en un apartamento que nos habían prestado. Dos días antes,
durante todo un día, la habían interrogado sobre mí. De modo que ella quería
verme a escondidas (temía que la siguieran en todo momento), para decirme qué
preguntas le habían hecho y lo que ella había respondido. Si por casualidad me
interrogaban, mis respuestas debían ser idénticas a las suyas. Era todavía una
jovencita que apenas sabía del mundo. El interrogatorio la había trastornado y
el miedo, desde hacía tres días, le removía sin cesar las entrañas. Estaba muy
pálida y salía constantemente, durante nuestra conversación, para ir al baño —
hasta el punto de que el ruido del agua que llenaba la cisterna fue acompañando
nuestro encuentro.
La conocía desde hacía tiempo. Era inteligente, aguda,
sabía perfectamente controlar sus emociones e iba siempre tan impecablemente
vestida que su traje, al igual que su comportamiento, no permitía entrever la
mínima parcela de desnudez. Pero, de pronto, el miedo, como un gran cuchillo,
lo había rasgado. Estaba allí ante mí, abierta, como el tronco escindido de una ternera, colgado de un gancho
de carnicería.
El ruido del agua llenando la cisterna en el baño
prácticamente no paraba y yo, de repente, tuve ganas de violarla. Sé lo que
digo: de violarla, no de hacer el amor con ella. No quería su ternura. Quería
ponerle brutalmente la mano en la cara y, en un solo instante, tomarla entera,
con todas sus contradicciones tan intolerablemente excitantes: con su traje
impecable y con sus entrañas en rebelión, con su sensatez y con su miedo, con
su orgullo y con su desdicha. Tenía la impresión de que todas estas
contradicciones encerraban su esencia: ese tesoro, esa pepita de oro, ese
diamante oculto en las profundidades. Quería poseerla, en un solo segundo,
tanto con su mierda como con su alma inefable.
Pero veía aquellos ojos que me miraban fijamente,
llenos de angustia (dos ojos angustiados en un rostro sensato) y cuanto más
angustiados se ponían aquellos ojos, más absurdo, estúpido, escandaloso,
incomprensible e imposible de realizar se volvía mi deseo.
No por desplazado e injustificable aquel deseo era
menos real. No sabría renegar de él —y cuando miro los retratos–trípticos de
Francis Bacon, es como si me aco dara de aquello. La mirada del pintor se posa
sobre el rostro como una mano brutal, intentando apoderarse de su esencia, de
ese diamante oculto en las profundidades. Es cierto que no estamos seguros de
que las profundidades encierren realmente algo — pero, como quiera que sea, en
cada uno de nosotros está ese gesto brutal, ese movimiento de la mano que
arruga el rostro del otro, con la esperanza de encontrar, en él o detrás de él,
algo que se ha escondido allí."
- Todo eso me hacía revolver el estómago, todo era tan celestial y yo lo sabía en ese
momento, pasé recordándole todo el día, aquel día, y ahora lo convertí a
ese momento lo suficientemente magnante y poderoso como para poder
dejarlo ir. Él siempre fue demasiado sublime y lejano como para poder
apoderarme de él, siempre nuestro amor fue algo intocable, intangible,
incorpóreo, como para poder describirlo, como para lograr sustituirlo.
Siempre tan feroz el deseo. En su lucha por imponerse se vuelve sublime. Kundera dà ese antidoto en palabras. Desbordante.
ResponderEliminarEn este juego de palabras, que posibilitan un encuentro, aquel donde solo las palabras dicen y
vierten nuevamente agradecimiento por su lectura y en halagos se regicija de que sea bien recibida.
Muchas gracias.