miércoles, 29 de mayo de 2013

Libano

Me sentí tan feliz, que de repente me dije con inquietud que algo andaba mal, y muy pronto comprendí qué era. La felicidad en la casa de los Blanch suponía deslealtad para mi casa. Era una admisión que, mientras había vivido en mi pueblo no sólo había experimentado muchas exigencias y decepciones sino también una especie de sentido cotidiano de culpabilidad. Pero ahora, como miembro de esta familia de extraños y paganos, me sentí no solamente feliz, sino también buena, y en un sentido completamente nuevo, inofensiva y perspicaz.

Así que a lo largo de estos nueve años fui aprendiendo a conocer más profundamente a mis vecinos, el pueblo de paganos, y así finalmente a las personas en general, siguiendo alguno de sus patrones. Mi habitación estaba ubicada en el cuarto piso de un edificio antiguo y desdichado, poco interesante, en la esquina de la calle Elarbi, en el Libano, así que tenía a mi disposición sus cuatro confluencias y aún más tenía otro beneficio: esta esquina era la entrada y salida al microcentro de una ciudad volviéndose cosmopolita, allí podía percibir sus gentes agitadas y honestas, los entendía desde sus movimientos más mundanos, donde luego con firme convencimiento yo encontraba la estabilidad y un bienestar prolongado y renacentista, a merced del cual las esperanzas de cada uno eran las esperanzas que respondían nuestras pocas preguntas por aquél entonces, había una realidad de admisión, de encuentro, y de poderosa armonía con la susceptibilidad de la gente, ese momento dorado en que una profunda paz espiritual empezó a envolver todo mi ser, eran momentos felices, recónditos y naturales, y que me persiguieron durante la humedad de todo el verano del '97, y en los siguientes nueve años en aquél edificio, en la casa de los Blanch.

Entretanto, hoy ya completamente abandonada a la melancolía de mi vida, estoy recordando en minutos de felicidad suprema lo que ellos me regalaron alguna vez. Los niños que jugaban a la pelota en el patio trasero, los colores de los arboles estáticos a falta del viento y sus sombras, los objetos que me pertenecían, las risas naturales, y el silbido de los desconocidos a las siete de la tarde, el caminar contento de las personas debajo de mi piso y el ladrido incierto de los perros, cerca de la madrugada cerca de algún lugar. Todas esas cosas que me pertenecieron durante tanto tiempo y que me figuraban la seriedad del mar, la perfección de sus montañas, la belleza y la inocencia de toda la naturaleza y la autonomía y el misterio propios que tiene la vida, pues el misterio seguía siendo el mismo que el de mi pueblo y lo que allí dejé abandonado, y lo que yo ya conocía hasta el momento, pero la casa de los Blanch y la calle Elarbi en el Libano seguían manteniendo un grado elevado de lealtad y profundidad en mi, de pronto todo esto me otorgaba una vida y una miseria dolorosa en cuanto a la soledad, pero una felicidad desproporcionada puesto que es allí donde contemplé los más profundos sentidos, con el ruido, sus colores y la gente alborotada que aún me despiertan con la zozobra y la melancolía de la que se supone, es estar vivos.



- Es allí donde me quise enterrar, luego desperté. Y ya era la octava noche sin vos, así que te concedí mi alba y toda mi profundidad. He tratado de encontrarte pero solo estás adentro de esta historia, tan poco creíble, tan poco fiable, llena de detalles. No han pasado dos semanas esperándote en nuestro pueblo y no has vuelto a llamar, ya no te encontré y para negociar mi fracaso inventé un viaje inevitable y tan forzoso por la calle del Libano.
Si tan solo estuvieses esta noche y caminaramos juntos por ella... Imagina. Como sería la vida?

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