sábado, 15 de junio de 2013

Arma


Recuerdo que traté de esconderme al mirarlo, como si de esta manera tanto sus gestos como su rostro no quebraran la vanidad que yo traía puesta  esa noche. Nos entendíamos muy bien en estas circunstancias, de vernos a lo lejos, y en medio de esa situación estaba claro que uno pensaba en el otro, y viceversa. Yo aguanté los suspiros y hasta me sonrojé y de pronto esperé que él hiciera lo mismo, sin embargo me dí cuenta que no era un ser que se humillara.

Su ser, y su misteriosa y apasionante filosofía de vida que me enseñaba discretamente y que yo percibía como materia de cabecera, tenía partes que me eran totalmente impenetrables, y me proporcionaban no sólo el dolor y la incógnita, sino también un profundo enigma y obstinación, que sabía que tardaría años en curar, al punto que una porción de mí se influyó perdidamente de ese estado que él me proporcionaba, que de hecho me generaba de manera deliberada la casa, y el sentimiento que me brindaba el barrio, y todo lo que a la larga fuimos depositando allí, adentro, coleccionando objetos ajenos en un barrio ajeno, eran nuestros los carteles en las calles, adornos en las veredas, etiquetas en los negocios, faroles en la avenida. A todas estas cosas que compartiamos, que eran nuestra artillería, yo nunca respondía con mi mente sino sólo con mi cuerpo, y me sentía presa de mis propios esfuerzos por detener mis entrañas cuando alguna de estas cosas se agitaban en el exterior y yo no las podía controlar, las evadía escapándome mentalmente, huyendo de sus gestos, y fijaba mi vista en algún objeto en particular, el suelo y lo alto de algún edificio, pero a la larga todas estas alternativas y objetos terminaron surgiendo el mismo efecto embriagador pues aquella ciudad tiempo después, quizás por la repetición irreparable de esos estímulos, me transmitía naturalmente la sensación embriagadora.


Sin embargo yo sabía que nada de eso tenia que ver con la realidad de la vida, nada de eso podía ser tan cierto, incluso ahora sabiendo que él fue la persona que desvió mi vida de su camino, sospecho que nuestros encuentros siempre estuvieron colmados de una casualidad abominable, de una presencia absurda, de una suerte de azar fatal, y de ser porque sí, de la ingenuidad siendo en sí misma. 


Hasta ese momento no había conocido nada más espiritual que el sentimiento doloroso y oceánico de contemplar por largos minutos la ausencia de esos objetos que ya tanto nos duelen, sobre mí, sobre todo mi cuerpo y sobre todo mi alma. Y ahora bajo ese incontrolable estado que es viviente en mí me detuve al descanso de su cama, enorme y opulenta, y miré por largo rato todas sus lociones, camisas dobladas y el aparador con fotografías suyas, e imaginaba que me iría de allí en ese mismo instante, llevando ese sentimiento oceánico, como aquél que lleva un arma, y la puede usar en cualquier momento.





-  Él era el único que sabía esperarme, por valor o por concentración.


No hay comentarios:

Publicar un comentario