Recuerdo que traté de esconderme al mirarlo, como si de esta manera tanto sus gestos como su rostro no quebraran la vanidad que yo traía puesta esa noche. Nos entendíamos muy bien en estas circunstancias, de vernos a lo lejos, y en medio de esa situación estaba claro que uno pensaba en el otro, y viceversa. Yo aguanté los suspiros y hasta me sonrojé y de pronto esperé que él hiciera lo mismo, sin embargo me dí cuenta que no era un ser que se humillara.
Su ser, y su misteriosa y apasionante filosofía de
vida que me enseñaba discretamente y que yo percibía como materia de cabecera,
tenía partes que me eran totalmente impenetrables, y me proporcionaban no sólo
el dolor y la incógnita, sino también un profundo enigma y obstinación, que sabía
que tardaría años en curar, al punto que una porción de mí se
influyó perdidamente de ese estado que él me proporcionaba, que de hecho me
generaba de manera deliberada la casa, y el sentimiento que me
brindaba el barrio, y todo lo que a la larga fuimos depositando allí, adentro, coleccionando objetos ajenos en un barrio ajeno, eran nuestros los carteles en las calles, adornos en las veredas, etiquetas en los negocios, faroles en la avenida. A todas estas cosas que compartiamos, que eran nuestra artillería, yo nunca respondía con mi mente sino sólo con mi cuerpo, y me
sentía presa de mis propios esfuerzos por detener mis entrañas cuando alguna de estas cosas se agitaban
en el exterior y yo no las podía controlar, las evadía escapándome mentalmente,
huyendo de sus gestos, y fijaba mi vista en algún objeto en particular, el
suelo y lo alto de algún edificio, pero a la larga todas estas alternativas y objetos
terminaron surgiendo el mismo efecto embriagador pues aquella ciudad tiempo después, quizás por la
repetición irreparable de esos estímulos, me transmitía naturalmente la
sensación embriagadora.
Sin embargo yo sabía que nada de eso tenia que ver
con la realidad de la vida, nada de eso podía ser tan cierto, incluso ahora
sabiendo que él fue la persona que desvió mi vida de su camino, sospecho que nuestros
encuentros siempre estuvieron colmados de una
casualidad abominable, de una presencia absurda, de una suerte de azar fatal, y de ser porque sí, de la ingenuidad siendo en sí misma.
Hasta ese momento no había conocido nada más
espiritual que el sentimiento doloroso y oceánico de contemplar por largos
minutos la ausencia de esos objetos que ya tanto nos duelen, sobre mí, sobre todo
mi cuerpo y sobre todo mi alma. Y ahora bajo ese incontrolable estado que es
viviente en mí me detuve al descanso de su cama, enorme y opulenta, y miré por
largo rato todas sus lociones, camisas dobladas y el aparador con fotografías
suyas, e imaginaba que me iría de allí en ese mismo instante, llevando ese sentimiento oceánico, como
aquél que lleva un arma, y la puede usar en cualquier momento.
- Él era el único que sabía esperarme, por valor o por concentración.
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