sábado, 20 de junio de 2020

Don Pedro Luna

Galopando al filo de los demás tordillos, en medio del tambó se iba contento a juntar las vacas. Sonaba la campana para atraer a La Zaina y a los demás terneros y era cuestión de salir a cuero ileso a hacer el mandado. La abuela se enojaba si pasaba la hora, porque a medida que anochecía, las vacas aprovechaban para perderse entre los arbustos y el Ombú, y, como decía don Pedro, el abuelo: esa mujer era avara, pero avara de las peores, de las que le cuesta tirar un trapo de piso a la montonera. 

Aquellos viejos no volverán, y esos tiempos en tiempo pasado se han convertido, por más suspendidos que estén en la cubierta de esas pupilas, no volverán. Ya era nostalgia, amalgamada a desconsuelo. Días templados en los que solo restaba vivir, era todo lo que se tenía que hacer y si fueras a ser honrado, recordarlo.

El amor no abandona y las espuelas del caballo lo hacían recordarlo. Calaban entre las venas y desmochaban los largos bellos del salvaje lacero. No era delito, ni macanear, sino un descuido de su humilde comportamiento de trampero cabezudo atolondrado. Debía regresar a la casa con las manos tranquilas y el estómago blandito, los hombros bien firmes y con el paso derecho, como el potro cuando pierde los estribos. A veces nos solía contar una historia una y mil veces,  eso de que de las liebres le comían las sandías y él le puso espejos en las esquinas y las liebres se peinaban y no comían las sandías.
Luego uno se recostaba sobre el catre un rato, para espantar los mosquitos y charlar de los guachos con don Pedro, era todo su descanso mansito antes de que la abuela pida ayuda para traer el candil, porque había que encenderlo con queroseno o alcohol. Después de iluminar los últimos restos de atardecer caídos, marchaban todos para la cocina, cada uno sosteniendo su silla, incluso la abuela, que de una mano llevaba fija su silla, y en la otra llevaba con cuidado su lámpara agarrada al garfio. Ya en la cocina y después de unos buenos chistes en la ventana, alguien hablaba de lo centelleante que estaba poniéndose la luna, mientras que no faltaba el argumento casi irrelevante del abuelo, cuando decía que a las estrellas no hay que contarlas, porque atrae la mala suerte.

Propensos a caer en más cuentos inventados, salía uno a decir que la noche había ya caído, y que era hora de dormir.


Florencio Luna Hernández