Antes de partir nos sentamos juntos, muy juntos, y
preparamos y pensamos nuestras cosas. Él sacó de sus bolsillos papeles de
diferentes tamaños y palabras, y armamos acordeoncitos con esas palabras y nos
las regalamos. Nos hablábamos tan poco y sonreíamos tanto porque sabíamos que
dirían nuestras palabras si habláramos, es que yo lo pensaba tanto durante el día que cuando le contaba algo era como contárselo dos veces.
Luego cuando nos sentimos preparados
partimos viaje, bajo el espeso sol y los también muy espesos recuerdos
compartidos, -en ese momento era evidente que uno pensaba en el otro y viceversa-.
Emprendimos viaje y yo sentía como si dominara todos los datos atmosféricos, la velocidad
del viento, la temperatura del ambiente, el nivel de su adrenalina en sangre y cuanto más los sentía más desconocía hacia
donde nos conducíamos y qué sentimientos abrazaba el conductor. Cuando comenzamos a sentir el cansancio del viaje y el peso
de la gravedad, los sonidos del radio ya cerca del atardecer empezaron a
aletargar nuestro cuerpo y nuestra mente y nos propusimos a hacer un descanso.
Descendimos del automóvil y desde ambos lados de la carretera se veía un
ardiente desierto, el día y sus formas agonizaban, y a sus costados un
horizonte: interminable. Mi vestido se movía con el viento, nuestra fragilidad
se percibía en el aire, su cabello bailaba con éstos últimos, y nuestra soledad
en ese lugar desierto se completaba en nuestro paisaje expresionista. Él revisó
el agua y la normalidad de los motores. Yo miraba a lo lejos simulando entender
lo que él hacía. Ya anochecía y la música ahora era aún más lenta, y acompañaba
un descanso cada vez más prolongado y necesario. Subimos nuevamente al veloz
automóvil, y de manera inesperada se abrazó a mi espalda, rostro,
cuello, vestido y recuerdos, que en ese momento habrían estado en su mejor esplendor, yo me sumergí dentro de su entrega inesperada, y comenzamos a desenredar
toda la fantasía que absorbimos durante todo el día, durante todo el viaje, y
durante nuestras miradas y pensamientos mientras nos queríamos y no nos lo
decíamos. Entre el calor que la fricción de los cuerpos desprende, de la misma
forma en que nos desprendemos de la ropa y los compromisos, nos desprendimos de
la gravedad y del tiempo en ese momento, uno de los pendientes que yo tenía
puestos y que había heredado de mi madre, también se desprendió lentamente de
mí y por algún extraño instinto lo evadimos y recordé también que jamás lo habíamos encontrado porque ni
siquiera lo habíamos buscado, recordé que la camisa que él tenía puesta por
algún extraño motivo me hacía revolver el estómago, y nos seguimos besando, nos
seguíamos desenredando y nos seguimos abrumando con nuestra fricción mientras
seguía atardeciendo.