Al final del majestuoso pasillo había una escalera, me
conquistaba la idea de ir tras el, quizás descubra un cofre lleno de
libros viejos, un balcón con una vista impresionante hacia el Titanic, un
cuadro fresco recién pintado de Monet, a mis abuelos sentados en
el galpón celebrando la navidad del ‘94, o simplemente lo encontraría a él. Aligeré mi paso hacia el final del corredor, había una
gran cancha de cemento, y al extremo una laguna amplia, donde dos
criaturas jugaban a la pelota. El canto
de un pájaro asociado a una trompeta se escuchaba lejos,
muy lejos, y se difuminaba entre la copa de los árboles responsables de
mantener su eco, y nos dejaban el mas dulce sonido para deleitarnos un día de
tardecita a punto de anochecer. Muchos papeles de colores sobre el césped,
cortados y pisoteados creaban el ambiente de cuando uno está llegando tarde a una fiesta. Le pregunté a uno de los
niños qué acababan de celebrar. Uno apenas escucho mis pasos
acercarse y me dió la espalda tomando su pelota. Me acerqué y concluí con mi pregunta, quería saber
si – según el tipo de evento – él podría andar cerca o no. Y para comenzar a mantener algún
dialogo fluido, pues los tres nos encontrábamos prácticamente perdidos en una ciudad abandonada, encarrilé la conversación luchando contra su hostlidad en el tono más pedagógico que pude:
-Este calor de enero me remite a mi tierra. Yo creo que todos somos de algún lado.
-Eso es de lo que no tienen placeres. – Contestó el que segundos antes me había regalado su espalda tomando la pelota.
-El mundo es demasiado pequeño para tantas personas. – Dijo su compañero, mientras manipulaba una brújula desarmada, sus movimientos delataban que se preguntaba cómo funcionan las brújulas, y recordaba doce muchachas fumando cigarros.
-Los
números parten a uno en muchos pedazos todos los días. Le contestó Emiliano.-Este calor de enero me remite a mi tierra. Yo creo que todos somos de algún lado.
-Eso es de lo que no tienen placeres. – Contestó el que segundos antes me había regalado su espalda tomando la pelota.
-El mundo es demasiado pequeño para tantas personas. – Dijo su compañero, mientras manipulaba una brújula desarmada, sus movimientos delataban que se preguntaba cómo funcionan las brújulas, y recordaba doce muchachas fumando cigarros.
-Eres demasiado sincero para el reino de los vivos. Le dijo Milo, el más grande, con cautela y diplomacia, como si supiera a ciencia cierta la cuestión que resolvería la vida, como si hubiese descubierto el eslabón perdido, luego dió un salto enérgico y soltó una risa sumamente compleja de describir. Había logrado componer la brújula.
- Niños, yo creo que la imaginación es como la felicidad, aparece en cualquier lugar y es ilimitada.- Le dije.- Cualquiera de nosotros podríamos tener razón. Concluí la vana idea, pensaba irme pronto, lo que motivaba irme de allí era mi desprolijo nido de emociones, el que me revolvía las entrañas cuando una sensación o pensamiento de él se paseaba por alguna de las paredes de mis sentidos. Logré pasar diez minutos sin pensar en él y esto ya era realmente un logro. Pero de repente el pequeño Emiliano con su atormentada manera de ser, sin escrúpulos dijo:
-Se mató por amor. – Soltando la pelota y originando en el aire un sonido hueco, de vacío, de nada más por nunca jamás.
Y un eco miserable resonando allá a lo lejos perdiéndose de entre
nosotros era lo único que tenía vida. Nosotros ya parecíamos muertos de un
comienzo, y la conversación parecía estar siendo llevada a su fin. Yo decidí callarme para siempre en ese
momento. No era una buena mezcla ese instante y el darme cuenta que en cada diálogo pensaba tanto en mi querido, que estaba tan lejos de mí a las siete de la tarde. ¡Maldita
hora! ¡Deberían sacar del reloj la hora siete! Abatida e impregnada de una
disconformidad terrible había pronunciado en voz alta dichas palabras y los
niños quedaron mirándome con una especie de gracia, se rieron juntos cómplices
y se sintieron más humanos que yo. Lo noté.
-Al
Emiliano le gustan los dulces.- Dijo Milo. Entrando en confianza y sugiriéndolo con cierta picardía.¡Oh, rayos! Sus voces eran sumamente idénticas, pero por el tipo de comentario supongo que lo dijo Milo. Era mucho razonamiento para mi, a las siete de la tarde. Yo tenía algunos dulces en mis bolsillos, y le entregué primero al pequeño. Su ternura y su ingenuidad me abatieron por un momento. Y los ruidos de las ventanas secas y el calor estancado y el sabor de la humedad, y eran las siete. Todo eso lo convertía en un momento especial. Especialmente raro. El recuerdo de Gabriel ya era algo viviente en mí, algo que se acomodaba a todo lo que yo vivía durante el día. Pero que se acomode de manera perfecta a esos momentos irremediablemente raros, era algo sublime. Siempre supe que mis entrañas eran lo mas digno de mi, o quizás lo único. Me invadió una soledad terrible y un vacío inolvidables esa tarde. Si fueran las seis podría intentar sentarme a conversar con ellos, entenderlos y divagar por las más extrañas inquietudes de niños, entre las mías. ¡Pero eran las siete! Vivía esperando que esa hora desaparezca del mundo, del calendario, de mis autopistas nauseabundas que acostumbraban religiosamente aparecer a las siete.
Me sonreí, sabía que faltaba menos para lograr
desaparecer de allí, y no volver jamás y que mi aventura apuntase ahora a
descubrir el escondite recóndito de mi querido. Faltaba menos
y en el mismo instante en que me despidiera de Milo y Emiliano faltaría menos
aún! Sentía una terrible ansiedad que comenzaba a dominarme tan lenta como
sutil. Y me marché a andar por ahí, peligrosamente enamorada.
- Baila como vela en fuerte mar,
¡Ay, tu voz en este no poder decirnos nada!
¡Ay, tu voz en este no poder decirnos nada!
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