sábado, 3 de septiembre de 2016

Ficciones

Antes de partir nos sentamos juntos, muy juntos, y preparamos y pensamos nuestras cosas. Él sacó de sus bolsillos papeles de diferentes tamaños y palabras, y armamos acordeoncitos con esas palabras y nos las regalamos. Nos hablábamos tan poco y sonreíamos tanto porque sabíamos que dirían nuestras palabras si habláramos, es que yo lo pensaba tanto durante el día que cuando le contaba algo era como contárselo dos veces.
Luego cuando nos sentimos preparados partimos viaje, bajo el espeso sol y los también muy espesos recuerdos compartidos, -en ese momento era evidente que uno pensaba en el otro y viceversa-. Emprendimos viaje y yo sentía como si dominara todos los datos atmosféricos, la velocidad del viento, la temperatura del ambiente, el nivel de su adrenalina en sangre  y cuanto más los sentía más desconocía hacia donde nos conducíamos y qué sentimientos abrazaba el conductor. Cuando comenzamos a sentir el cansancio del viaje y el peso de la gravedad, los sonidos del radio ya cerca del atardecer empezaron a aletargar nuestro cuerpo y nuestra mente y nos propusimos a hacer un descanso. Descendimos del automóvil y desde ambos lados de la carretera se veía un ardiente desierto, el día y sus formas agonizaban, y a sus costados un horizonte: interminable. Mi vestido se movía con el viento, nuestra fragilidad se percibía en el aire, su cabello bailaba con éstos últimos, y nuestra soledad en ese lugar desierto se completaba en nuestro paisaje expresionista. Él revisó el agua y la normalidad de los motores. Yo miraba a lo lejos simulando entender lo que él hacía. Ya anochecía y la música ahora era aún más lenta, y acompañaba un descanso cada vez más prolongado y necesario. Subimos nuevamente al veloz automóvil, y de manera inesperada se abrazó a mi espalda, rostro, cuello, vestido y recuerdos, que en ese momento habrían estado en su mejor esplendor, yo me sumergí dentro de su entrega inesperada, y comenzamos a desenredar toda la fantasía que absorbimos durante todo el día, durante todo el viaje, y durante nuestras miradas y pensamientos mientras nos queríamos y no nos lo decíamos. Entre el calor que la fricción de los cuerpos desprende, de la misma forma en que nos desprendemos de la ropa y los compromisos, nos desprendimos de la gravedad y del tiempo en ese momento, uno de los pendientes que yo tenía puestos y que había heredado de mi madre, también se desprendió lentamente de mí y por algún extraño instinto lo evadimos y recordé también que jamás lo habíamos encontrado porque ni siquiera lo habíamos buscado, recordé que la camisa que él tenía puesta por algún extraño motivo me hacía revolver el estómago,  y nos seguimos besando, nos seguíamos desenredando y nos seguimos abrumando con nuestra fricción mientras seguía atardeciendo.