El 16 noviembre celebrábamos el
día de cumpleaños de Gabriel.
Mi pasión, mi eterno vagabundo
que luego se reflejó en tantos rostros y sombras, ahora estaba
presente y palpitaba, permanecía realmente feliz. Aquella noche en el inolvidable
Líbano bebimos de licor de café, hacía tanto calor que bebíamos de él como si
bebiéramos de una pócima que nos arrancara no sólo el calor sino también el
corazón y la emoción, porque a medida que pasaba la noche se agigantaba la emoción de un
presagio dentro de nosotros, la sombra de un desastre que por no considerarnos fatales
lo entendimos como un vago y lejano presentimiento. Y al beber de esta pócima nos
olvidábamos de nuestros presagios, de nuestros temores, de la gravedad y del
tiempo en el Líbano, que esa noche irradiaba gran hermosura.
Júbilo decoró la inocencia. La
música aturdió oídos y entrañas. Bailamos como paganos, y
entre recuerdos, humos, sonrisas y vida, yo durante ese mismo momento supe que
debía escribir una historia sobre nosotros que perdurase el mayor tiempo posible
sobre la tierra para mantenernos en un rincón privilegiado del mundo. Contar con los momentos más
felices de la propia vida requiere a veces que uno seleccione y considere, de
entre un montón de otros momentos, el momento dorado en que nuestra alma se suspendió
entre las costas del universo y se plasmó en aliento sublime colmándose en ese
instante de mundo, de vida, de muerte, de gracia y plenitud. Y que uno
considere el momento más feliz de la vida, también implica que cierto bello recuerdo
traiga acompañado cierto dolor, trayendo ciertas ráfagas del mismo júbilo que relata la matriz de la
historia, y cuando la melancolía aparece, el corazón de la historia, es decir, su inocencia, cobra vida.
Aquí permanezco a la inocencia de uno de esos días,
melancólicos. Aparecen ráfagas de júbilo de la historia matriz: Mi amor, el vagabundo, este 16 de noviembre sigue trayendo
su encanto a mi noche, infinita. Sigue bañando de agua mi rostro, y sigue trayendo
un mal presagio de algo inevitable y doloroso que sucedió finalmente dentro y
fuera de nosotros, y que a pesar de toda la dicha y la felicidad en este mundo,
sentimos mostrarse inevitable, la finitud.
Y ahora, al beber de esta pócima de
belleza, de dolor, y de recuerdos, pecamos sobre la inocencia de creer que el dolor es un crimen que se puede olvidar, tales como nuestros presagios, temores, gravedad y tiempo, sin dejar los rasgos en el rostro que dibujan los sentimientos más profundos con los que tenemos que vivir.
En un día de esos, melancólicos, él continúa
circulando por estas historias, porque la sombra del constante y hermoso vagabundo, la fruta
que mordí, la grandiosidad que me marea, la inocencia que me inundó de placer, una sensación de amor –ahora mezclada
con dolor- la belleza del vagabundo, que por
innombrable y dolorosamente inolvidable me recorre en las venas, ahora dibuja las líneas de mi rostro y me encoge el corazón,
cada 16 de noviembre.
- Eterno vagabundo, escribiste tu nombre en toda la ciudad!